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    jueves, 13 de enero de 2011

    María Elena Walsh: "Una poeta que honró la infancia y la palabra" - Por Marcelo Zapata (en Diario Ámbito Financiero)

    Curioso destino el que une a algunos poetas con la enfermedad. 
    María Elena Walsh le diagnosticaron un cáncer óseo a los 50 años, la misma edad que tenía Borges cuando empezó a quedarse ciego. Como si el cuerpo, según ciertas incomprensibles leyes religiosas, debiera tributar con el suplicio a la primacía de la palabra que sostiene ese cuerpo. Y aunque sus respectivas obras parezcan, como de hecho lo son, extremadamente opuestas, entre las vidas de María Elena Walsh Borges existieron, vistas ahora en perspectiva, llamativos vínculos de afinidad.

    Así como Borges consagró la mayor parte de su literatura al espacio de lo fantástico, Walsh lo hizo a un reino donde no tienen lugar los límites de la imaginación, el de la infancia, donde tampoco imperan todas aquellas debilidades humanas que tanto la irritaban, como la prepotencia, la grosería. En la infancia, tampoco existe la pregunta por la identidad: el niño es plenamente, y goza y crea con los objetos que lo rodean, que pueden estar al derecho o al revés. «Creo que una de las cosas que más me molestan de los argentinos», dijo ella a este diario en un reportaje de hace ocho años «es esa obsesión permanente por preguntarse cómo somos, cómo nos ven, de dónde venimos. Basta, por favor, con ese vicio de estar mirándonos permanentemente el ombligo y no mirar nunca el universo. Sólo cuando cambiemos ese punto de vista vamos a empezar a ser mejores».

    Como creadora e intelectual, María Elena Walsh fue una figura única en su singularidad. Unió, como muy pocos otros artistas (incluyendo a algunos que la recrearon y difundieron) la popularidad con la calidad de su lenguaje. Porque, justamente, su amor por la expresión justa, por la riqueza de la lengua, por la creatividad de la palabra cuya degradación en los últimos tiempos tanto lamentaba (los chicos de muchas generaciones tuvieron su primer contacto con el surrealismo con el Mono Liso, o con la paradoja de la sinominia de «un poquito caminando, y otro poquitito a pie»), fue otro de los rasgos que engrandeció su obra, ya a partir de su lejano y primer libro de poemas, publicado a los 17 años,«Otoño imperdonable», elogiado por Neruda, Juan Ramón Jiménez y Borges.

    Sus canciones, además, nunca soportaron moralejas, preceptos ni, mucho menos, «corrección política», esa construcción moderna que la sacaba de quicio, al punto de que algunas de sus manifestaciones públicas, a las que había renunciado hace algunos años («Si hoy no hablo del país es por estupor, no por cábala», dijo también a este diario en el reportaje citado), descolocaban frecuentemente a sus seguidores y le valieron algunos reproches.

    Perteneciente a una generación que hizo del antiperonismo su pan de cada día, es bien sabido que el clima que imperaba en el país durante el segundo gobierno de Perón la impulsó a tomar el camino del viaje y la aventura. Fue allí, a fines de 1952, cuando a París ella se fue, y lo hizo con su primer gran amor, Leda Valladares, con la que formó el dúo artístico que, sin proponérselo casi, terminaría renovando al regreso de ambas, vía el music hall, la manera de entender el folklore en la Argentina.

    En los «años de plomo», su artículo publicado en la edición del 16 de agosto de 1979 en el diario «Clarín», la convirtió en una de las voces más valientes que hubieran salido a la luz durante el Proceso. Pero, a diferencia de la carta que le costó la vida a su homónimo Rodolfo Walsh, en su testimonio frontal contra los males de esa«escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué», tal como María Elena Walshdefinió al país de esos años, ella también tuvo otra valentía: la de escribir «que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios». Nunca se calló: ni para condenar la brutal represión y la censura del régimen militar, o el accionar de la guerrilla y «aquellas metralletas que nos apuntaban por doquier».

    Reconciliada con el peronismo, al que también consideraba incorregible aunque en el sentido virtuoso de la palabra («con un peronista te entendés o no, te peleás y te agarrás a los bifes, pero son francos. En cambio los radicales son soberbios y siempre están dando cátedra, tratando de convencerte de que estás equivocada»), otra de sus intervenciones públicas más relevantes, durante el gobierno de Carlos Menem (con el que tuvo muy buena relación), fue su carta pública en contra de la pena de muerte, publicada en 1991, y que terminó siendo determinante para que el presidente retirara el proyecto que andaba en danza por aquel tiempo.

    Finalmente, el que sería su último y resonante manifiesto que desconcertaría a la progresía local, llevó por título «La carpa también debe tomarse vacaciones», aparecido en «La Nación» en diciembre de 1997. Enfurecida por el show mediático en el que se había transformado la carpa docente frente al Congreso, María Elena Walsh embistió contra «su permanencia tan intolerable como inofensiva. Intolerable por autoritaria, ya que piensan usurpar indefinidamente espacios públicos. Porque necesitamos maestros que representen la contracara del bazar de frivolidad y cholulismo que a muchos abochorna y ustedes fomentan de tal modo que ya parece una finalidad y no un medio. E inofensiva porque es una plataforma política y un intento de escandalizar a quienes no se escandalizan ante ninguna injusticia».

    La repercusión de ese editorial fue grande, y muchos intentaron, a partir de entonces, explotarla para sus propios fines políticos, pero no lo lograron. Desde entonces,María Elena Walsh, que se había definido como «un dinosaurio, o un Platero sin poeta», y que sólo había querido alertar sobre los males que se le estaban haciendo a la infancia, a la misma infancia que ella había cantado en «los tiempos de la escarapela», decidió callar. Callar, pero sólo para aquellos que querían usufructuarla.

    Su obra, en cambio, continuó. Y produjo, entre tantas otras maravillas, ese libro crepuscular de memorias, «Fantasmas en el parque», donde ya no ocultaba, victoriana al fin, el amor que la había unido a Leda Valladares, y María Herminia Avellaneda, y desde hacía muchos años y hasta ayer, a la gran fotógrafa Sara Facio.

    Se ha ido ayer una gran artista, una voz que también llegó a alertar contra la perspectiva de un mundo virtual, apegado a la pantalla de Internet y sin vida, con el riesgo de convertirse en «fantasmas culones que viviremos sentados delante de una pantalla».

    Fuente: Marcelo Zapata para el Diario Ámbito Financiero

    1 comentario:

    Daniel Pablo Signorini dijo...

    Tracenderás, querida hermana y maestra, trascenderás...
    No sé si en las absurdas memorias del reino del revés, pero sí, y SIEMPRE, entre los pliegues del corazón de los pimpollos.